De Savant
A veces
miro la ventana y el cristal protege mi pensamiento. Eso pienso, los vidrios se
empañan y luego se desempañan. Hay un sonido o una emoción entre lo que se
rescata y derrocha en una superficie. Solo algunas veces, cuando las sombras
son demasiado corpulentas, escucho los sonidos de los autos que aceleran y
desaceleran. Una calle imagino: los domicilios y las personas; las guías
sonoras en ebullición; las luces de las motocicletas que se abren y huyen por
una franja de la puerta. Escucho más por las tardes, cuando los objetos bajan a
la tierra en un sopor macilento. Todos ellos levitan con pequeños puntos de
agua, tras una humedad suave y aritmética. Yo puedo mirar los atardeceres desde
aquí, descubriendo que el sol se desploma entre ecos mudables. Lo sé por una
bitácora secreta: ayer el sol se ocultó con 86 ecos, pero antier lo hizo con
64, el lunes fueron apenas 32. La semana antepasada, sigilosamente, los números
eran de texturas totalmente porosas: soles que reposan en aros apolillados. Las
calles son algo que solo conozco de noche o después del atardecer. Únicamente
en esos horarios puedo salir y sentir la calle sin el cristal. Conjeturo las
vidas que se desdoblan allá afuera. Pasadena, de acuerdo con el United States
Census Bureau, es una ciudad de 133.936 personas, 51.844 hogares, y 29.862
familias. La media de edad es de 34 años. Por cada 100 mujeres, hay 95.7
hombres. Por cada 100 mujeres de más de 18 años, hay 93.0 hombres. Sin embargo,
realizo mis propias estadísticas. No me conformo con estos números, ajenos a la
Pasadena de noche, cuando todo descansa. Una ciudad miro: los barrios y las
calles; los edificios en construcción; las luces del Colorado Blvd. que titilan
hasta llegar a la Renaissance Arts Academy. Yo hago mis cálculos basándome principalmente
en las guías telefónicas y los periódicos. Después miro las bandadas en el
cielo que asimilan formaciones. Alzan el vuelo o se deslizan en una curva para
después posarse en cables y árboles. Cada loro es una voz. En Pasadena, cada
loro salvaje aprendió una voz desde el incendio de 1960, cuando escaparon de su
cautiverio y copularon por la ciudad. Escucharon a la gente, a familias enteras
sin que nadie se percatara. En su memoria diminuta registraron por lo menos
algunas palabras. Entonces las conversaciones dadas se pueden reconstruir
tomando en cuenta las señales que los loros oían. Repetir love, food, stupid.
Repetir más palabras como baby, dog, parrot. Los ripios y las rimas de
los loros de Pasadena en medio de la noche, posados en los cables, diciendo
tantas palabras que nunca sabré, pero imagino: loro, coro, ignoro. Quizás hay
un loro llamándome por mi nombre, remachando las palabras que encierro en el
diccionario. Quizás otro reconoce mis resonancias y elabora nuevas palabras con
ellas. Loros verdes, envueltos en amarillo, con crestas rojas. Loros o
“cotorros”, como decía el abuelo, imitando mi lengua. Voces silvestres, verdes,
afuera, entre las ramas.
Manuel de J. Jiménez
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